Desde los tiempos más remotos el hombre se ha interesado afanosamente en encontrar el medio de aliviar sus dolencias y curar sus enfermedades, no quedándole en las épocas pretéritas otra alternativa que la de recurrir a la misma Naturaleza, que, siempre pródiga, nos ha ofrecido una flora medicinal cuyas propiedades terapéuticas sentaron la base de aquella medicina empírica,y que se ha mantenido durante siglos sin que los conocimientos científicos del presente pudieran prescindir de ello.
Aquella botánica medicinal tan considerada en otros tiempos y de la que tntos beneficios ha obtenido la humanidad doliente, actualmente está sufriendo una grave crisis. Pero a pesar de tantos y tantos descubrimientos científicos, en la preparación de un gran número de medicamentos la ciencia no puede prescindir de los principios activos de la flora medicinal en la elaboración y formulación de los mismos, lo que demuestra claramente las virtudes curativas de ciertas especies, que aunque la medicina moderna no usa, son imprescindibles en los Laboratorios.
Actualmente, en las trastiendas de las farmacias, en las reboticas, ya no se preparan de la misma manera aquellas fórmulas magistrales de antaño. Ya no se guardan el opio y la mirra, la menta y la glicerina ni se hacen píldoras, pomadas, ungüentos y sellos.
En la farmacia de hoy, no existe ya el "ojo del boticario", auténtica lente gran angular que consistía en una gran redoma llena de agua coloreada de azul, verde o rojo, posiblemente con sulfato de cobre, azul de metileno, violeta de genciana o permanganato, y que se colocaba estratégicamente en el mostrador, permitiendo al boticario ver desde la rebotica quien entraba en la farmacia. Este artilugio dio origen a la frase que dice que algo había sentado: "como pedrada en ojo de boticario" y que se refiere a que este antecedente de la videocámara en circuito cerrado era destino frecuente de la puntería de los traviesos chavales que sus tirachinas trataban de acertarle.
El farmacéutico ya no tiene, rebotica en el sentido tradicional del término, ni guarda en ella sanguijuelas, mostaza, genciana, hojas de sen, salvia y boldo, ni prepara tintura de yodo, vino aperitivo o limonada purgante.
Todo ello componía un mundo, a la vez cierto y fantástico, por el que pasa el hombre buscando la salud o la larga vida, el filtro de amor o el veneno para sus enemigos. Pero ante la moderna tecnología, la botánica medicinal sobrevive. La misma medicina oficial comienza a ver que las decocciones populares contienen la milagrosa presencia de vitaminas y alcaloides. Pier Gildo Bianchi, médico-jefe y profesor de medicina interna en la Universidad de Milán, declaraba al corresponsal de un célebre semanario italiano: "Actualmente asistimos a una renovación científica de gran envergadura de la fitoterapia, al descubrimiento o al redescubrimiento de las propiedades medicinales que presentan numerosas plantas ignoradas, olvidadas o desdeñadas en provecho de una farmacología mucho más orientada hacia la producción de medicamentos sintéticos...". Por lo demás, cuando ingerimos un cardiotónico o un antibiótico, no hacemos más que tratarnos con derivados vegetales.
Así, en la farmacología clásica y tradicional, hallaremos a la alcachofa, clásica panacea utilizada principalmente para el hígado. A la zanahoria, estimulante y fortificante. A plantas familiares y a otras que lo son un poco menos, pero que siempre resultarán eficaces.
Veremos la Angélica Archangelica, que es buena contra las flatulencias; el Marrubium vulgare L. contra los disturbios hepáticos; el Carum Carvi o comino, prohibido en las madres lactantes porque se dice que cuaja la leche en el pecho; la malva, la menta piperita, el mirtilo y el Hyssopus officinalis L., cuando está la planta florida, con sus flores axilares de un azul violeta.
En las antiguas civilizaciones de Oriente, tanto en Egipto como en la Grecia de los primeros tiempos, el arte de curar era una ciencia secreta reservada a los sacerdotes, quienes atribuían a una deidad determinada, la responsabilidad de la aparición o de la curación de una enfermedad. De ahí que su terapéutica consistiera en hacer dormir al paciente en un templo dedicado a Esculapio o someterlo a otros procedimientos mágicos. Sin por ello dejar de recurrir a remedio racionales. Esta medicina sacerdotal se prologó, en la Edad Media, en el culto abusivo que se rendía a los santos dotados, según sus atributos, de facultades para curar determinadas enfermedades.
Sin embargo, en tiempos de los grandes filósofos griegos, Hipócrates y sus discipulos ya enseñaban, que el origen de la enfermedad no era una sentencia fatal emitida por los dioses y que cualquier médico hábil era capaz de diagnosticar y de tratarla con la ayuda de remedios naturales.
Esta teoría se afianzaría a lo largo de los siglos, permitiendo descubrir nuevas medicinas y enseñando a emplearlas adecuadamente.
El arsenal terapéutico de la antigüedad que, a juzgar por la obra de Dioscórides (siglo I de nuestra era), provenía esencialmente de la regió mediterránea, experimentó en la alta Edad Media, durante el apogeo de la medicina árabe, un enriquecimiento oportuno con las drogas procedentes de la India, de Indonesia y del sudeste africano.
Las adaptaciones y traducciones de obras escritas en árabe a las lenguas vernáculas contribuyeron, en los siglos XII y XIII, a la fundación de facultades de medicina en las universidades del medievo.
En la Edad Media, tras la invasión de los bárbaros, la sociedad culta, en Occidente, estaba constituída en su mayor parte por clérigos. Concebían la medicina fundamentalmente como caridad cristiana y las nociones científicas contaban poco. Y aunque los monjes conocieran muchas obras heredadas de la antigüedad, su ciencia tanto en el campo de la medicina como de la farmacia era esencialmente empírica. Adyacentes a los edificios hospitalarios, muchos monasterios tenían un jardín donde cultivaban plantas medicinales. Fueron ante todo monjes benedictinos los que trajeron de Italia la horticultura romana, difundiéndola por el resto de Europa.
El pensamiento científico de los clérigos progresó bajo la influencia de Gerbert D'Aurillac, el futuro Papa Silvestre II, quien habiendo visitado España hacia el año 967, quedó muy impresionado por el avance que tenían los árabes en todos los campos de la ciencia.
Entre las obras escritas por la abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179) figura un tratado sobre los medicamentos que, aunque se inspira en los autores antiguos, contiene muchos conocimientos de la medicina popular de su tiempo. Entre las plantas medicinales del país cita, por ejemplo: la altea, la valeriana, el ajenjo, la leística, el tomillo, el diente de león, el corazoncillo (o hipericón), el tusílago, la lavanda y la adormidera.
Gracias a las copias y compilaciones, la ciencia médica se conservaba en los conventos. Los medicamentos eran bastantes rudimentarios y generalmente de origen vegetal. Para fabricarlos, se utilizaba la planta entera o partes de ella, ya sea las raíces, las hojas o las semillas. Muchas veces las recetas carecen de indicaciones precisas acerca de la cantidad y el peso, había que contentarse con indicaciones como "un puñado", "un manojo", "un vaso", etc.
Algunas drogas y plantas medicinales tenían una importancia capital en los exorcismos contra los espíritus maléficos de la enfermedad. Pasaban por ser mágicas, por ejemplo, la mandrágora, el muérdago de roble, la ruda y el ajo. En la preparación del ungüento de brujas entraban la mandrágora y, sobre todo, el beleño. Es interesante comprobar que, de mágicas, muchas de estas plantas se convertirían en medicinales.
A los exploradores y misiones de la Edad Moderna debemos infinidad de drogas eficaces procedentes del Nuevo Mundo, de África y del Lejano Oriente, que aún no han sido examinadas y clasificadas del todo.
Con el creciente empleo de remedios exóticos, también fue aumentado el de medicamentos químicos, aunque sin afectar mayormente la composición del acervo médico. La excesiva credulidad en la autoridad de los antiguos autores, que caracterizaban la actitud de la mayoría de los médicos de entonces, se refleja en las farmacopeas oficiales donde, hasta muy entrado el siglo XVIII, salvo algunas innovaciones tímidamente mencionadas, siempre volvían a figurar remedios anticuados con fantásticas indicaciones. La coprofagía y las pretendidas panaceas de la antigüedad como la triaca, preparación en cuya composición entraban unos 80 ingredientes, seguían desempeñando un importante papel.
Las doctrinas filosóficas del siglo XVIII, propagadas por el preclaro hombre de ciencia suizo Albrecht von Haller, asestaron un rudo golpe a esa concepción conservadora de la medicina. Haller postulaba en el Prefacio de la Farcacopea Helvética de 1771 que los remedios tradicionales también debían ser ensayados tanto en el hombre sano como en el enfermo y figurar en la farmacopea solamente si sus efectos correspondían verdaderamente a sus indicaciones habituales.
A esto se añadió el rapidísimo desarrollo de la botánica científica y de la química, disciplina ésta que llena una pégina gloriosa en la historia de la farmacia, por caber casi exclusivamente a los farmacéuticos el mérito de haber dado origen a la química moderna. Nombres como Scheele y Sertürner serán inmortales.
Ya en el Renacimiento, y aún a pesar de los esfuerzos del humanismo por liberar el espíritu humano, la medicina popular y la superstición seguían íntimamente ligadas.
Los viajes de Vasco de Gama y de Bartolomeu Dias y el descubrimiento de America, abrieron nuevos mundos y contribuyeron a estremecer la fe en lo que se daba por establecido desde el principio de los tiempos.
La botánica, por su enorme importancia para la farmacoterapia recibió un empuje portentoso, y se incorporaron innumerables drogas ignoradas hasta entonces, tales como el bálsamo del Perú, elemí, ipecacuana, zarzaparilla, coca, hamamelis, tabaco, madera de guayaco, sasfrás, condurango, quina, capsicum, vainilla, y un largo etcétera.
No podríamos cerrar este breve repaso histórico sin citar a Paracelso, nombre con el que se conoce a Teofrasto Bombasto von Hohenheim que nación cerca de Zurich en 1493 y que se considera, no sin razón, como el reformador de la medicina.
Su mayor mérito ha sido el de poner la química al servicio de la medicina. Su teoría, llamada posteriormente yatroquímica, parte del principio de que "la química tiene por cometido obtener medicamente para combatir las enfermedades, puesto que los fenómenos fisiológicos son esencialmente de índole química". Esta nueva concepción se opone, deliberadamente, a la alquímia, pero más aún a los antiguaos sistemas de Galeno y de los árabes.
Paracelso clamó, no tanto contra las drogas en sí, como contra los medicamentos extraordinariamente complicados que dominaban en los viejos formularios. El mismo, recurría a menudo a las plantas medicinales dejándolas obrar, de preferencia sin mezclarlas. Una de sus ideas principales era que contra toda enfermedad existía un remedio.
Paracelso era un neoplatónico fuertemente influenciado por el misticismo y fundaba su concepción de la manera como actúa un médicanto, en la creencia de que la verdadera esencia de las cosas no reside en la materia, sino en el arqueo que les es inherente, suerte de principio inmaterial, dinámico y ordenador, de origen divino, llamado también quinta esencia, gracias al cual la materia prima se perfecciona, llega a un estado de organización máxima, constituye la materia última. Paracelso se proponía obtener ese flujo vital por medio de la química. A él se debe también la idea de extraer el principio activo de las drogas, siendo así el verdadero precursor de la química farmacéutica.
Poco a poco, a la luz de los descubrimientos científicos, del progreso lento pero incesante de la química de la física y de la óptica, y, sobre todo, por la difusión de los conocmientos a través de los libros, a partir de la invención y uso de la imprenta, se abrieron nuevas sendas a la química farmacéutica, si bien los remedios enérgicos, purgantes y vomitivos, segúian muy en boga y muchos eran los médicos y farmacéuticos que poco o nada sabían sobre los efectos que producían los medicamentos.
Paso a paso y también lentamente a través de los siglos, el pensamiento científico se fue desprendiendo cada vez más del empirismo, y la botánica, la zoología, la química, y la física; se asocian cada vez más estrechamente con la medicina y la farmacia, hasta alcanzar el nivel que hoy, en los umbrales del siglo XXI, nos permite disponer de un arsenal terapéutico verdaderamente amplio y eficaz.
Sin embargo no sería justo olvidad a la Madre Naturaleza. Ha llegado el momento de retornar a su seno, de combatir la angustia ecológica que cada uno de nosotros experimenta en lo más hondo de su ser.
No podemos volver la vista ante el espectáculo impresionante de la abundancia de bienes que crecen ante nosotros: proteínas, grasas, hidratos de carbono, vitaminas, enzimas, etc, y que la mayoría de las veces ignoramos que están presente en nuestra despensa ocultos en un diente de ajo o bajo la cáscara de una cebolla, de una naranja o en las hojas de unas espinacas.
Dejemos ya de intentar modificar el equilibrio ecológico del mundo en aras de una pretendida civilización y pensemos que las plantas constituyen para el hombre una garantía de supervivencia.
Mientras veamos grandes extensiones de vegetación, podemos pensar que todavía es posible la vida en nuestro planeta.
Seamos conscientes de que cada brizna de hierba, cada matorral, tiene su razón de vivir o de morir. Pero no a nuestras manos sino cumpliendo su ciclo ecológico, de artesanos y de obreros que aseguran el orden botánico.
En nuestras Facultades de Medicina y de Farmacia debería enseñarse, junto a la botánica y la fitoterapia, una asignatura de fitosociología para evitar hallarnos ante el espectáculo sobrecogedor de un planeta en agonía.
Tratemos pues de tener siempre a nuestros pies un valle fértil, lleno de vida y de esperanza, en el que reposen nuestro cuerpo y nuestro espíritu.